La desnudez de los árboles

Publicado en: Andanzas de un Trotalomas por Trotalomas. Texto original

Siempre me ha resultado curioso ver cómo la llegada del invierno hace que los animales se abriguen y los árboles se desvistan. Mientras que entre los animales el que más y el que menos espesa su pelaje o, en el caso de nuestra especie, se pone más capas de abrigo, los árboles de hoja caduca se desprenden de su manto. Estos árboles, tan denostados por nuestros «representantes» políticos en cuanto ocupan sus cargos en cualquier ayuntamiento, rivalizan en antipatías con los frutales. ¡Qué hay peor que un árbol que dé fruto! Cuánta diferencia con el dueño de aquella higuera que, plantada en una viña, permanecía estéril, y ya no digamos con el viñador que le pidió clemencia para ella. Qué desnaturalizado es este mundo, en el que no queremos cerca de nosotros a quien puede alimentar en un momento de necesidad a nuestros congéneres o cualquier avecilla de entre las que alegran con sus trinos nuestras mañanas.

Decía, pues, que el invierno desnuda a los árboles y nos permite radiografiarlos. Los meses más fríos del año son los rayos X de la naturaleza. Los árboles exponen al observador los nidos que cobijan las ramas despojadas de hojas, le permiten su recuento y descubrir que aquellas aves que buscaban allí su refugio, además, aprovecharon para traer a la vida y sacar adelante su prole. Saca a los nidos de su zona de confort. Adivinamos que el volantón que se acercó a nuestra ventana, aún ignorante de que debía temernos, posiblemente venía de ese hogar suyo, primigenio, básico y sencillo. Al menos en estas latitudes, pues no es menos cierto que otras especies construyen nidos especialmente complejos. Inclusive las aquí invasoras cotorras tienen en sus grandes colonias de entretejidos nidos un ejemplo mucho más elaborado y singular.

Nidos

Ha llegado, pues, el invierno; el verdadero, el que percibimos y se convierte por la observación en la fenología, no el de un calendario cada vez menos fidedigno, menos testigo de lo que esperamos ver reflejado en la naturaleza. Llega, pues, cuando veo el primer nido en un árbol deshojado. Me gusta ir descubriéndolos conforme avanzo por la carretera, cuando los árboles se perfilan contra el cielo de tonos acerados y las esféricas formas de los nidos desvelan su estratégica ubicación. Hay que aprender a distinguirlos de las meras agrupaciones de hojas y de ramas rotas que en ocasiones quedan atrapadas en alguna horquilla del árbol. No es cuestión baladí, como nos enseñan las palomas; hace tiempo, cuando paseaba por las choperas de mi vega de Granada, solía verlos en las partes altas de las copas de los chopos. Apenas un amasijo de ramas mal dispuestas es el resultado del escaso afán que ponen en la construcción de su nido las volubles palomas. Cuando paseo por una ciudad o un pueblo también voy buscando esos nidos, mudos testigos de que por allí anduvo un cantarín pajarillo. En ocasiones los nidos aparecen medio deshechos, derrumbándose en una cascada de ramitas y hojas que permanecen apenas sujetas por invisibles telas de araña, girando hacia donde sopla el viento cual diminutas veletas, anemómetros de origen vegetal. La expresión «nido vacío» no tiene aquí esa carga de tristeza, de melancolía, con que solemos oírla. Los nidos vacíos en invierno auguran un regreso glorioso en primavera, cuando las aves regresen de su zona de invernada y vuelvan a ocupar los nidos del año anterior y puede que acometan algunas reformas, o quizá lo eviten por estar no vacío sino repleto de parásitos.

Los árboles desnudos, al anochecer, se visten y engalanan con bolas de esponjosas plumas. Ocurre, por ejemplo, con los chopos que las migratorias palomas torcaces usan como dormidero. Llegan con gran estruendo de aleteos y se posan, con estudiado atropello de bandada, sobre las ramas altas de tan erectos árboles. Con su llegada, una lluvia de hojas muertas, marrones y quebradizas, cae sobre nosotros. En apenas un minuto o dos se han acomodado en sus perchas y se encuentran preparadas para dormir. Se hacen ave-bola y a descansar. La chopera queda entonces plagada de esferas oscuras que contrastan contra la menguante luz del ocaso y se van dejando perder con la oscuridad.

En las ciudades y en los pueblos existe una tendencia bastante dañina y desagradable relacionada con la poda. Es muy habitual, por desgracia, escuchar quejas y lamentos por los árboles podados, algo de lo que, tomándolo por el lado bueno, supone un incremento de la sensibilidad de nuestros vecinos hacia el medio ambiente y el bienestar de los árboles. No así de los gestores ni los implicados en su cuidado, desde luego. El invierno, que sería tiempo de poda para muchas especies, en ocasiones hace su aparición cuando los árboles ya han sido podados en el peor momento posible. Los árboles revelan entonces heridas nuevas y viejas, la desnudez del árbol hace su aparición de manera forzada, como si se tratase de una persona desvalijada, marcadas sus heridas para siempre en la memoria de la madera: tajos, sajaduras, desgarros, mutilaciones que cicatrizan como pueden. Con el paso del tiempo nos encontraremos con árboles contrahechos y torturados, mostrando la indeleble huella de las lesiones. Árboles sin ramas, meros postes que milagrosamente vuelven a brotar en primavera en un empecinamiento de la vida por seguir adelante que parece ser la excusa usada por quienes así los maltratan para reincidir en su error. Las ciudades, así, se ven plagadas de extrañas cruces de múltiples brazos, erguidas y dispuestas para ajusticiar y torturar a extraños seres polimembrados o a toda la humanidad. Tal vez a quienes les provocan tanto daño o lo permiten sin lamentarlo.

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