Publicado en: productor de sostenibilidad por alvizlo. Texto original
Otra de las realidades que está ilustrando la pandemia de COVID-19 es la de la brecha digital. Unos cuantos privilegiados tenemos la opción de seguir con cierta normalidad nuestra vida gracias al teletrabajo y las video llamadas. Evidentemente no es una opción para muchas ocupaciones que dependen de un material o un espacio físico concreto para llevar a cabo su actividad, pero es una salida para parte del sector servicios, la administración o la formación y permite, en otros ámbitos, mantener relaciones estratégicas entre proveedores y clientes.
Requiere organización e infraestructura. Y ni todas las empresas que podrían estar funcionando telemáticamente tienen capacidad de organización que se requiere para mantener la productividad a distancia, ni todas las personas cuentan en su casa con una conexión a Internet y un equipo adecuados para teletrabajar o seguir un curso a distancia.
Tanto el modelo de consumo como las limitaciones económicas hacen que en muchos hogares la única conexión disponible para una familia completa sea la tarifa de datos limitada de una línea de telefonía móvil. Y el único dispositivo con el que realizar tareas escolares o trabajos a distancia el propio teléfono asociado a esa tarifa.
En condiciones normales, con el trabajador acudiendo a diario a su puesto de trabajo o el alumno en su centro educativo, esta brecha no se manifiesta. Si hace falta un ordenador para el trabajo estará en la sede que acoge la actividad laboral. El aula de informática del colegio o el instituto tiene los equipos necesarios para resolver las necesidades de la asignatura que requiera el uso de ordenadores o conexión a Internet.
A las malas están los espacios públicos de conexión. El locutorio-cibercafé, la biblioteca municipal, la casa del compañero que sí tiene ordenador con Internet… en condiciones normales siempre hay alguna forma de completar las limitaciones domésticas de equipos y conectividad cuando surge una necesidad concreta.
Pero si nos quedamos confinados ¿cómo hacemos? Sin equipos informáticos, sin programas ofimáticos… ¿Cómo se teletrabaja? ¿Cuánto cuesta asistir a una clase por videoconferencia o ver los documentales que recomienda el profesor sin tarifa plana de conexión a Internet con banda ancha?
Quizá la conexión es más compleja de resolver. Requerirá de revisar la forma en la que se consigue el acceso a algo que se nos antoja básico y casi imprescindible. Estructurar una conexión universal a Internet, para todos y en todas partes. Por lo menos unos mínimos que permitan hacer realidad ese teletrabajo en toda la España desconectada, coincidente en gran parte con la España Vaciada, que varios meses al año ni siquiera dispone de líneas de teléfono convencional con la que comunicarse con el resto del mundo. Tal vez una infraestructura de red educativa, quizá en manos de la Administración, que permita a toda la población escolarizada estar en contacto y acceder a contenidos de Internet relevantes para su formación.
La otra parte, el error de cálculo que nos hacía suponer que profesores y alumnos disponían en sus hogares de equipos y software para seguir el curso on line como si nada, se puede solucionar sobre la marcha. O se debería poder solucionar.
Más allá de las medidas de “coronawashing” que hemos visto estos días, con bonitos gestos para salir en la foto pero que están lejos de llegar a todos los que necesitan soluciones, deberíamos utilizar la infraestructura de la que ya disponemos. Y en el ámbito de los equipos informáticos la legislación sobre residuos de aparatos electrónicos debería ayudarnos. Especialmente el punto donde se habla de la importancia de la prevención para la reutilización.
Si el sistema de recogida y tratamiento de residuos de aparatos eléctricos y electrónicos funciona como debería, en este mismo momento habrá miles de equipos plenamente funcionales almacenados en los sistemas de recogida y recuperación que, de forma obligatoria, los distribuidores de electrodomésticos tienen que tener en marcha desde hace más de una década.
Sí, hablo de un Real Decreto 110/2015, de 20 de febrero, sobre residuos de aparatos eléctricos y electrónicos que regula cómo y dónde tendríamos que estar dejando nuestros viejos ordenadores y cómo se documentan las entregas de estos equipos en su gestión, bien para la reutilización bien como residuos.
Si se estuviese aplicando correctamente, las distintas administraciones competentes estarían en situación de conocer la cantidad de equipos listos para reutilización o con componentes disponibles como piezas para reparar o montar otros circulan por los sistemas de responsabilidad ampliada del productor. De una forma relativamente sencilla deberían poder recopilar de los centros de preparación para la reutilización y las instalaciones de tratamiento esos equipos.
En un momento donde la responsabilidad corporativa y los Objetivos de Desarrollo Sostenible asoman a las campañas publicitarias de las grandes corporaciones y parecen iluminar la hoja de ruta, deberían sobrar iniciativas con las que esos equipos que iban camino de la trituración se recuperasen para una imprescindible función social.
El llamamiento a sacar del fondo de los armarios y los cajones de los más privilegiados los portátiles, móviles y tabletas que han sustituido recientemente y que podrían ser destinados a quienes los necesiten en este momento debería ser un clamor.
Podríamos tener a cientos de voluntarios que, no saben coser o no tienen impresoras 3D en casa pero que quieren ayudar y se manejan con la tecnología, instalando -en esos equipos a reutilizar– soluciones de software libre que atienden las necesidades concretas que profesores y alumnos tienen en estos momentos de crisis sanitaria, social y ambiental.
¿Realmente estamos preparados para plantear soluciones con los recursos disponibles? ¿Podemos experimentar nuevas formas de economía circular y responsabilidad corporativa en tiempos de pandemia? ¿Seguimos de brazos cruzados esperando a que el insostenible modelo de consumo que nos ha traído aquí nos lleve a otra parte?
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