Publicado en: Thymus piperella por thymuspiperella. Texto original
Estoy educando niños. Dicho así suena muy grave, pero es que en cierto modo es así. Desde hace unas semanas me dedico semiprofesionalmente a ir de colegio en colegio dando pequeñas charlas sobre algunos temas relacionados con el Medio Ambiente. Lo de semiprofesionalmente lo digo porque, técnicamente, no estoy trabajando de esto. Como todo el mundo sabe, trabajar consiste en realizar una cierta actividad para posteriormente recibir un agradecimiento económico por ella. No es mi caso. Yo lo hago como parte de unas prácticas universitarias externas en una empresa privada de educación ambiental al amparo del centro en que curso mis estudios.
Bueno, pero este no es el tema. No he venido aquí a hablar de convenios interuniversitarios. Lo que quería hacer es plasmar, en cierto modo como apunte propio, las sensaciones que me asaltan durante la realización de mis tareas como educador ambiental. Pero antes voy a comentar en qué consiste lo que hago, para así meternos en el contexto que tengo en mi cabeza y, de este modo, no parecer un loco que habla de cosas que no tienen sentido alguno. Procedo.
La mayor parte de las actividades se dividen en dos partes. La primera parte consistiría fundamentalmente en una charla explicativa, en la que se les proyecta todo el contenido teórico, siempre sabiendo a quién tienes delante escuchándote. No puedes soltarles una parrafada y esperar que te escuchen 40 minutos seguidos a las nueve de la mañana. ¡Son niños! Lo que el que escribe hace normalmente es comenzar preguntándoles, tantear su nivel, poner muchos ejemplos que conozcan y que les resulten visuales, y ellos van marcando el ritmo de la charla, que acaba siendo una verdadera conversación. La segunda parte es un juego, siempre relacionado estrechamente con el contenido de la charla, pero un juego al fin y al cabo. No olvidemos que los destinatarios de las actividades son niños, y a los niños lo que realmente les gusta es jugar. Deben jugar, es su papel en la sociedad.
Pero voy a dejar de un lado el tema del juego, momento en el cual ellos entran en su sociedad paralela y particular, en la que tienen sus propias normas, y en la que el que se cuela en la fila es todo un malhechor contra el cual la justicia debe actuar consecuente y ejemplarmente…qué sé yo, ¿5 minutos en el banco sin jugar? Dicho sea de paso que no soy muy amigo de los castigos, aunque lo cierto es que hay veces que son un mal necesario.
Pero yo, personalmente, quedo fascinado durante esas charlas iniciales que he mencionado antes. Para empezar, nada más entrar a las clases, siempre soy recibido entre sonrisas que, vistas desde mis ojos, son las más sinceras. Son las sonrisas de quien una mañana recibe la visita sorpresa de alguien inesperado, a la hora en la que tocaría ponerse a corregir los deberes de mates. En el momento de dar la charla, además de educador ambiental, soy un poco sociólogo, en el sentido de que los observo, y los observo como individuos humanos, como proyectos de futuras personas formadas. Quedo maravillado por su interés. Tienen nueve, diez, once años, y ponen más atención que la mayoría de las personas adultas. Se pasan el rato preguntando, compartiendo opiniones y anécdotas, participan, cooperan… ¡no tienen vergüenza ninguna! Es extraordinario. Están completamente libres de todo tipo de prejuicios. Me ocurre que vuelvo a creer en el ser humano cuando entro en un aula de primaria de un colegio público y veo niños de todas las etnias y culturas compartiéndolo todo, compartiendo las alegrías, compartiendo los materiales, compartiendo el comienzo de sus vidas, compartiendo su educación. Es algo que me llena el alma. ¡Y me sorprende! Porque lo cierto es que soy una persona pesimista, y más aún en lo que se refiere al ser humano en su relación consigo mismo. Pero esto de lo que hablo es de otro mundo. Es un pequeño mundo dentro de nuestro caótico, desigual e injusto mundo. Negros, blancos, magrebíes, gitanos…se hacen bromas, se cogen de la mano, se escogen mutuamente como pareja para el juego. En definitiva, y lo afirmo rotundamente, son más humanos que la mayoría de los adultos. ¡Qué digo! Son más humanos que todos los adultos.
Así, lo que acontece en mi interior es algo en cierto modo inexplicable y mágico, porque yo era el que iba a enseñarles algo, me llaman “profe”, y muestran un respeto por mi persona, pero me voy de allí pensando que son ellos los que me enseñan y me educan. Y no es una simple sensación, eso es lo que realmente ocurre. Posiblemente yo les transmito un cierto amor por el entorno que les rodea, les transmito respeto por la naturaleza e intento que se sensibilicen con el deterioro que sufre la misma en el estado actual de las cosas. Pero ellos me transmiten otro tipo de respeto, el respeto propio de alguien que no tiene prejuicios, miedos ni frustraciones.
Yo les digo que es mejor sin coche, pero ellos son los que me educan a mí.
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