Publicado en: Thymus piperella por thymuspiperella. Texto original
Dionisos era el dios griego del vino, instigador del éxtasis como forma de existencia y del caos en general. Lo conocían como el “Libertador”, puesto que liberaba al individuo de sí mismo, le permitía ser como es en realidad, sin restricciones ni disfraces.
Apolo, contrariamente, es el dios del sol y de la luz, de la armonía y del orden. En sus representaciones esculturales lo encontramos encarnando ese ideal artístico de la Grecia arcaica de joven imberbe; ni un sólo vello estropea la perfección de su piel pétrea, ni una piedra en su zapato.
De estos dos hijos de la maniática mitología griega, Friedrich Nietzsche extrae su célebre dicotomía filosófica, la cual encierra dos conceptos más relacionados de lo que en principio parece, casi complementarios. El primero afirma la vida sin negaciones, un aparente caos que lo envuelve todo y lo redistribuye a su antojo. Un remolino de energías y materia que pone las cosas donde no van. Esto es lo «dionisiaco». El otro concepto habla de lo bello, lo armónico, lo «apolíneo». Es el orden por el orden, un amplificador que engrandece la señal de lo defendido por Dionisos, pero justo en sentido opuesto. Nietzsche mantenía que estos dos conceptos residían dentro del ser, dentro del hombre, y que este debía encontrar el justo equilibrio entre esas dos partes interiores y hacer de dos extremidades frágiles, un tronco robusto, o lo que es lo mismo, nivelar la balanza.
Bien, propongo dejar a un lado al ser humano, y arrastrar los conceptos que estamos manejando hacia la naturaleza. Entonces sería muy difícil no pensar que la naturaleza está gobernada por el azar y el caos, gobernada (si la tuviéramos que personificar y darle forma humana, y siempre salvando las distancias) por el dios Dionisos. Como mínimo, es lo que nos dictaría la intuición. Pues bueno, estamos errados y, puesto que errar es humano, sigamos. Entendiendo la naturaleza o el medio ambiente como un organismo vivo, desde una concepción metabólica del sistema natural, vislumbramos un engranaje con millones de ruedas que giran porque gira la anterior y, a su vez, que hacen rodar a la siguiente. Una ceñida ilustración de esto sería el ciclo del agua: el agua en estado gaseoso retenida en la atmósfera, procedente de la evaporación de mares y ríos, precipita, volviendo a los mismos lugares de los que proviene. Desde este punto de vista, ¿quién pensaría que todo responde al capricho del azar? Sería incluso más coherente soltarse la melena y afirmar que alguien lo debió de hacer así para que funcionara, e incluso ir más allá y pensar que el sistema es tan perfecto que siempre debió de ser así, y que cualquier cambio desbarataría el invento. Pues bueno, esto también sería inexacto. Después de todo, y gracias al noble oficio (o debería decir arte) de la arqueología y sus hallazgos, bien sabemos que la única norma no escrita de nuestro mundo es el cambio, la metamorfosis, la evolución… como mandamiento que nadie escribió, pero que bien debemos entender.

Colibrí alimentándose del néctar de una flor.
Así, y ya con las ideas un poco más organizadas, nos permitimos de nuevo el lujo de personificar al Sistema Tierra y otorgarle sus competencias a un dios (como si lo necesitara…). Ahora seguramente todos pensaríamos en Apolo, “el dios que regula la naturaleza y controla sus procesos debe de ser Apolo”, dirían las lenguas y atronarían las gargantas; “tanta armonía y coordinación sólo pueden provenir de sus gobiernos”, podríamos escuchar también. Hay ejemplos a nuestro alrededor que muestran esto, que muestran la armonía y autorregulación de los ecosistemas, y de los ecosistemas dentro del gran sistema de la Tierra, tantos como queramos encontrar. Desde las escalas más pequeñas, como la incuestionable concordia con la que se dan la mano las bases nitrogenadas del ADN, a los niveles detectables a simple vista, como (y es sólo un ejemplo) la asombrosa coevolución que han llevado a cabo los colibríes con muchas especies de plantas florales de la familia de las orquídeas o de las bromelias. Esta última interacción es asombrosa, ¡una planta que evoluciona para que solamente una especie de ave se pueda alimentar de ella! Obviamente, esto es el resultado de una maravillosa adaptación que ha desarrollado la planta para asegurar que el polen que produce llegue obligatoriamente a la flor de una de sus congéneres y, de este modo, asegurar su supervivencia, y es fruto de muchos años de coexistencia y cooperación entre los dos organismos, pero, observado a bote pronto, resulta prácticamente milagroso.
Así las cosas, y en detrimento de cómo empecé estas líneas, mi conclusión es que la naturaleza no obedece ni a Dionisos ni a Apolo. No es un caos, pero tampoco es puro orden sin sentido. El Sistema Tierra no obedece a ningún dios, sino que más bien constituye uno. Uno muy especial, una deidad que no requiere fe, ni precisa templos, ni nadie con alzacuellos que promulgue su poder. Pero pone las cosas en su sitio, mantiene la homeostasis de su sistema mediante infinitos procesos, la mayoría de los cuales seguramente desconozcamos. Ahora bien, Nietzsche mató a Dios allá por 1882, en su célebre obra “La gaya ciencia”, ¿será capaz la humanidad, casi dos siglos después, de no matar a este otro dios?
«¡Dios está muerto! ¡Dios queda muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!». Extraido de La gaya ciencia (1882). Friederich Nietzsche.
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