¡Nos invaden!

Publicado en: Andanzas de un Trotalomas por Trotalomas. Texto original

Hacía tiempo que deseaba escribir algo sobre las especies invasoras, y la conjunción de varios hechos ha propiciado que finalmente me siente a hacerlo. Por un lado, la elaboración del más que cuestionable Catálogo Español de Exóticas Invasoras por parte del Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino; por otro, la aparición en diversos medios de la noticia sobre la detención de varios miembros de asociaciones animalistas y, por último, la lectura de un artículo que me hizo llegar hace unas semanas mi buen amigo Otus y que me recordó otros escritos publicados en revistas cinegéticas de todo pelaje.

La presencia de especies exóticas (esto es, foráneas, introducidas en un ambiente ajeno a aquel del que son propias) provoca graves alteraciones en los ecosistemas donde proliferan sin mesura. Introducidas en sus nuevos hábitats y aclimatadas a los mismos, al no estar presentes sus depredadores naturales pueden medrar y constituirse en un grave problema ambiental, por lo que reciben entonces el nombre de especies invasoras. La dispersión de especies fuera de sus áreas de distribución geográfica de origen se produce en multitud de ocasiones por causas relacionadas directamente con nosotros, los humanos (antropocoría), ya sea porque introducimos estas especies de forma intencionada, bien porque su explotación reporta un beneficio económico (caza, pesca, ganadería o agricultura), bien para intentar controlar otra especie invasora mediante el manejo integrado de plagas (introducción del depredador natural, en ocasiones con consecuencias aún más nefastas para el ecosistema), o accidental, porque viajen ocultas en vehículos de transporte o en cargas de alimentos, madera, etc.

De lo anterior es fácil deducir que la presencia de animales exóticos invasores no reporta precisamente beneficios para las poblaciones locales, así como que provoca desde daños económicos hasta la extinción de algunas especies del lugar (de hecho, las invasoras constituyen una de las principales causas de pérdida de biodiversidad en el planeta). El efecto se agrava en ecosistemas especialmente delicados, como es el caso de las islas y regiones biogeográficas de características similares, aquellas que presentan barreras naturales que las aíslan del exterior, ya que las especies que las habitan suelen estar muy especializadas y son particularmente vulnerables a la introducción de otras del exterior, pues suelen ser mucho más oportunistas y adaptativas, depredando o desplazando a las especies originarias del ecosistema invadido e incluso transmitiéndoles enfermedades ante las que no son inmunes (caso del cangrejo de río americano, que transmite la afanomicosis al autóctono, o del visón americano y el parvovirus que transmite la enfermedad aleutiana entre los europeos, entre otras).

Como viene ocurriendo con buena parte de las problemáticas ambientales que adolece el planeta hoy día, la causa de la proliferación de muchas de estas especies invasoras tiene un origen claro: los humanos. Quienes llevaron conejos a Australia para poder disfrutar de un entretenimiento cinegético; el farero que llevó a su gatito a la isla donde trabajaba para no encontrarse solo (y que podría considerarse “individuo invasor”, como representante único de su especie que dio al traste con la viabilidad del endemismo ornitológico que constituía el Xénico de Lyall), y quienes liberaron aquel galápago de Florida de graciosas “orejas” rojas cuando dejó de medir tres centímetros de largo o permitieron que escapasen de sus jaulas las cotorras argentinas que habían comprado en la pajarería son algunos de los culpables.

No obstante, no siempre la dispersión se lleva a cabo de forma consciente; así, es habitual encontrar especies que han sido trasladadas de un extremo a otro del mundo a través en las bodegas inundadas de los barcos cuando viajan sin carga útil o en cargamentos de madera, plantas afectadas por algún insecto, etc.

Determinar el origen de la propagación de estas especies es importante para evitar que sigan ocurriendo, así como evaluar las posibles medidas que pueden tomarse para controlar su proliferación una vez que han ocupado un nuevo ecosistema. En la mayoría de ocasiones resulta muy complicado erradicarlas, y frecuentemente entran en juego dilemas morales que, si bien siempre cuidan del bienestar del individuo, pocas veces parecen pensar en el de las especies. Poca gente habrá que trate con miramiento la plaga de Periplaneta americana que invade su casa o al picudo rojo que hunde las palmeras de nuestros jardines, pero al Neovison vison, que para nada merece sufrir en una granja peletera hasta que le condenan a muerte para vestir a no-diré-qué-epíteto-aplico-a-ciertos-individuos, se le libera sin más en el campo, donde campea a sus anchas, llega a nado hasta a las Cíes y desplaza a su paso al visón europeo, en grave peligro y que ha sufrido un retroceso importantísimo en sus áreas de distribución.

Por todo lo anterior, entiendo que se tomen medidas contundentes con aquellas personas y entidades que atenten contra nuestros ecosistemas. Ahora bien, pese a que es cierto que no apoyaría jamás acciones de liberación animal porque, como suele decirse, puede ser peor el remedio que la enfermedad, no lo es menos que contemple con asombro cómo nuestro Gobierno de España plantea en el borrador del Catálogo de Especies Exóticas Invasoras un despropósito como es el permitir como “excepción excepcional” la cría de visón americano en estos pagos. Total, dirán, como ya hay en la naturaleza y dan buenos réditos… Esa forma meramente economicista de concebir el medio natural y, por ende, la vida, da al traste con cualquier intención de hacer las cosas bien. No es el Gobierno el único que peca de interesado: me hierve la sangre cuando leo, como apuntaba al comienzo de la entrada, algún artículo cinegético donde defienden lo idóneo del Arruí como especie de caza mayor y se quiere exterminar cual alimaña a los meloncillos que, de medrar, lo hacen porque los humanos facilitamos las condiciones para que ello ocurra y, no lo olvidemos, constituyen un efectivo aliado para los agricultores, depredando sobre ratas, topillos y otros roedores perjudiciales para la agricultura.

Resumiendo: las especies invasoras constituyen un gravísimo problema para el mantenimiento del equilibrio ecológico de los ecosistemas y la conservación de unos niveles de biodiversidad adecuados. El hombre es responsable en la mayor parte de ocasiones de su aparición, por lo que se hace necesario llevar a cabo una gestión adecuada de dichas especies, evitando su introducción en primer lugar (más vale prevenir que curar) y su proliferación, llegado el caso. Y aunque no apoyo la suelta de animales de las granjas donde son criados, también me opongo, como ciudadano interesado y preocupado, a la instalación de las mismas (por no hablar además del uso de animales para peletería, pero esto es otra batalla de la que hablaremos otro día si os place). Por eso, si se está dando tratamiento de “ecoterroristas” a varias personas miembros de grupos pro-defensa de los derechos de los animales, debería aplicarse un trato similar a promotores de Algarrobicos varios, a ciudadanos europeos que encienden fogatas en verano cuando se “pierden” en el campo, a cazadores que liberan jabalíes en la sierra de Mijas o a políticos que promueven leyes interesadas con agujeros y vacíos por los que se cuela con facilidad un visón, dos o mil.

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