Malos humos (2)

Publicado en: Andanzas de un Trotalomas por Trotalomas. Texto original

Caídas ya en el olvido mediático las noticias sobre la contaminación ambiental del aire en nuestras grandes ciudades, de lo que se habla en estas semanas es del varapalo sufrido por el transporte privado cuando el Gobierno anunció, entre sus medidas de ahorro energético, que limitaría la velocidad máxima en autopistas y autovías a 110 km/h.

Las reacciones más sonadas han sido las que han puesto el grito en el cielo por limitar más aún las libertades individuales, voces que afirman que nos dirigimos hacia el abismo del comunismo, que si esto es Cuba y que a 110 km/h uno se duerme al volante. Ahora bien, ante el recorte de derechos laborales y sociales nadie se indigna. Ante el paripé de los sindicatos, que organizaron una seudohuelga general y “nunca máis”, tampoco. Pero sí cuando no nos dejan fumar en espacios cerrados, aun cuando más del 60% de la población se declare no fumadora. Vayamos por partes, a ver si podemos oxigenar un poco más nuestras mentes.

Las medidas que está tomando el Gobierno para ahorrar en la factura de la energía son claramente insuficientes y, en ocasiones, contradictorias. Ahora bien, hasta la fecha no he oído de los grupos de la oposición alternativas claras y seguras sobre el tema. Del grupo mayoritario de la misma, el Partido Popular, surgen voces que hablan de un pacto energético que nos haga menos dependientes de los países productores del petróleo. Esto es, hablando claramente, que apostemos por la energía nuclear. Afortunadamente, tras muchos eufemismos y mensajes oscurantistas, su máximo representante ha hablado claro: “Nuclear sí, por supuesto“. Lo que no conviene olvidar es que la energía nuclear nos hace igualmente dependientes: de las minas de uranio del extranjero cuando con la producción nacional no resulta suficiente, de los costes de enriquecimiento del mismo ya que por el Tratado de no Proliferación Nuclear no es posible hacerlo en nuestro país y, por último del uso del uranio enriquecido para la obtención de energía eléctrica, así como de la gestión y almacenamiento de residuos de baja, media y alta actividad.

Volviendo a la iniciativa del Gobierno, lo cierto es que la reducción de la velocidad a 110 km/h tiene más pinta de desvío de la atención pública sobre otros asuntos de actualidad que de ser una medida seria, sobre todo porque la velocidad óptima de cada vehículo es distinta, depende de su par motor máximo (en el mío posiblemente esté más cerca de los 90-100 km/h a los que suelo circular que a esos 110 km/h propuestos por el Gobierno, y en otros vehículos es posible que esté incluso por encima), y porque el coste económico de colocar las famosas pegatinas (que requieren también de energía para su fabricación) sobre las señales de velocidad y de retirarlas en un futuro es bastante elevado. Lo que me ha resultado llamativo es que se hayan producido tantas reacciones adversas cuando, a día de hoy, tanta gente se salta a la torera la limitación actual de 120 km/h: mientras conduzco hay multitud de coches que me adelantan circulando a 130 ó 140 km/h, por lo menos. En cuanto al tiempo que “perderemos”, incluso en un trayecto largo, cuando más tiempo se pasa circulando en autovía o autopista, esa diferencia de velocidad no es realmente significativa: un viaje Málaga-Madrid, por ejemplo, es de 536 km, lo que quiere decir que a 120 km/h tardaríamos casi cuatro horas y media en llegar y a 110 km/h poco menos de 5 horas, en definitiva, unos 24 minutos más, aproximadamente. Tal vez es que haya  mucha gente velocifílica.

En el caso de transporte de mercancías, o transporte público en bus, una medida que me pareció razonable, propuesta por un profesional del sector, fue que se bajase el precio del peaje en autopistas y evitasen así el paso por travesías donde la velocidad está limitada a 50 km/h y el consumo de combustible en estos vehículos se eleva bastante. Otra medida interesante, de la que habré hablado en multitud de ocasiones con amigos y compañeros de profesión, es la del teletrabajo, siempre que la actividad que desarrollemos lo permita. La energía más barata y menos contaminante es la que no se usa,  tal y como afirma Txema en su blog (también aquí), y el teletrabajo sería una opción si no fuera por la falta de visión que existe en nuestro país. Siempre he defendido que si alguien tiene que quedarse un número de horas mayor cada día en su puesto es o porque no da más de sí y no es capaz de realizarlo en su tiempo o porque uno de sus superiores no hace bien su trabajo, estimando adecuadamente el tiempo necesario para llevar a cabo la actividad. Sea como fuere, alguien no está siendo suficientemente profesional. Lo curioso es que incluso en sectores que se consideran punteros y que deberían de estar a la avanzadilla de los que se quieren “europeos”, que se autodenominan en cuanto a las relaciones empresa/empleado, cuando se trata de maximizar el beneficio de la empresa y de que los proyectos salgan adelante apelan a la responsabilidad de los trabajadores y a que se trabaja por objetivos (es decir, que hay que echar las horas extras gratuitas que sean necesarias para que salga adelante el proyecto), pero cuando se menciona la palabra teletrabajo se echan las manos a la cabeza, negando la profesionalidad de esos mismos trabajadores, incapaces de hacer su trabajo si no están las horas necesarias en la oficina (cuyos costes energéticos de mantenimiento tiene que asumir, recordemos, la propia empresa).

Para terminar con este nuevo episodio humo-rístico, os voy a contar una anécdota que viví el pasado fin de semana en Santa Fe y que fue uno de los contrapuntos a los buenos momentos que narré en una entrada anterior. Mi pareja y yo habíamos salido el sábado por la noche a tomar algo, ver a un amigo y pretender arreglar el mundo entre charla y risas. Fuimos a un bar/cafetería del pueblo donde habitualmente tomamos algo cuando estamos por allí y entramos dentro, ocupando una de las mesas, y nos dispusimos a disfrutar de la noche. Así fue hasta que, en un momento dado, la camarera introdujo una de las mesas del exterior y entraron varias personas fumando. Nos miramos atónitos, diciéndonos que qué era aquello. Entonces la chica se acercó a nosotros y nos dijo: “No os importa que fumen dentro, ¿verdad? Es que es tarde, y como no va a venir ya más gente…”. Personalmente me considero una persona con empatía y, aunque he agradecido la aprobación de la ley antitabaco (ahora salgo más que antes, me gusta estar tomando algo y poder respirar a la vez y, la verdad, no he notado un descenso pronunciado en el número de gente que visita los bares y restaurantes), pienso que actitudes ilógicas como las de la menestra de sanidad, que entra en el ámbito cultural queriendo que en el teatro, por ejemplo, no se haga como que se fuma, van precisamente en contra de la acogida y adaptación a la ley (aunque este es otro tema del que, si queréis, hablamos en otra ocasión). Ahora bien, y sin querer ser más papistas que el papa, me pareció fatal la forma de actuar, preguntándonos cuando ya había permitido que entrase la gente fumando. Es más, cuando mi pareja le comentó que sí, que nos importaba ya que ninguno de los que estábamos allí fumábamos (y, para más inri, estaba convaleciente de una faringitis aguda), ni corta ni perezosa se fue hacia la otra mesa para pedirles que saliesen nuevamente, señalándonos como causantes del “desalojo”, lo que desembocó en miradas torvas y un malestar que nos llevó, finalmente, a irnos del lugar.

Lo que quiero señalar con este último punto es que lo importante no es tanto que se aprueben leyes que, recordemos, intentan regular cómo podemos actuar en sociedad, sino que aprendamos a vivir respetando a los demás y a nuestro entorno. Mientras en este país (o en cualquier otro, aunque aquí somos los reyes en esto) se vea bien la picaresca, se admire a quien sea capaz de saltarse la ley y salir indemne (léase corrupción política, el que lleva un detector de radares ilegal en el coche o el que especula con el dinero de otros y, encima, se le pagan “los vicios” con el dinero de los contribuyentes) o no seamos capaces de ver más allá del “súper-yo” egocéntrico en que estamos sumidos, mereceremos a los políticos que tenemos y ser lo que somos: un país de pandereta.

Os dejo, como en la primera entrada sobre “Malos humos”, con la música de Medina Azahara.


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