El río de la ciudad

Publicado en: Andanzas de un Trotalomas por Trotalomas. Texto original

Cuando el pasado viernes escuché las declaraciones del alcalde de Málaga, Francisco de la Torre, acerca del informe del CEDEX (Centro de Estudios y Experimentación de Obras Públicas) sobre el río Guadalmedina, no pude más que sentir vergüenza ajena por la pretendida ignorancia de que hizo gala al afirmar, agárrense ustedes donde puedan, que el Guadalmedina “no es el Sena en París ni el Támesis en Londres. Es que no es un río, es un cauce seco y feo, que se ensucia, que divide y que no aporta nada a la ciudad”. Y es que, una vez recuperado del impacto que provocaron en mí semejantes palabras, me dediqué a buscar algo de información sobre la trayectoria del político queriendo encontrar algo que justificase lo aberrante de las mismas (quién sabe si falta de preparación académica, algún problema agudo de percepción o simplemente el desconocimiento del que no ha sido debidamente informado o no ha profundizado lo suficiente en aquello que tiene entre manos).

Mis pesquisas, que no osaría en llamar infructuosas a resultas de los datos obtenidos, me ofrecieron un panorama completamente distinto: el señor De la Torre Prados está licenciado en Sociología y doctorado en Ingeniería Agronómica. De ahí que adjetivase como pretendida su “ignorancia”, ya que me cuesta trabajo creer que una persona presuntamente preparada afirme algo así sin que existan ocultas intenciones en sus palabras. Para mí los ríos han sido y son siempre vertebradores del territorio, dadores de vida, y no una “cicatriz” que divide y no aporta nada a la ciudad, como quiere presentar al Guadalmedina el regidor malagueño. Así que, precisamente por ser foráneo en esta ciudad, he querido ahondar un poco en la historia de la misma y su vinculación al río que tan suyo (y a la vez, tan ajeno) parece.

El nombre del Guadalmedina evoca, desde sus orígenes árabes, la vinculación entre río y ciudad; no en balde es lo que simboliza, ya que “wādi” significa río y “medina”, ciudad. “El río de la ciudad” lo quisieron los árabes y no fue en balde, ya que la que fuera antiguo poblamiento túrdulo y posterior asentamiento fenicio (“Malaka”) buscó en la cercanía del río lo que tantos otros pueblos; el manto de vida con que cubría las tierras por las que pasaba y la pesca que alimentaba con los minerales arrastrados hasta el mar en que vertía sus aguas. Bajo el reinado árabe la ciudad vivió una época floreciente pero la conquista de los Reyes Católicos supondría el fin de aquella gloria y, con ella, de los bosques que cubrían los montes entre los que transcurre el Guadalmedina, pues fueron talados para dotar de leña a los sitiadores de la ciudad, y esquilmados tras el posterior reparto de tierras entre los nuevos ocupantes, que situarían en aquellas tierras cultivos como la vid. A resultas de aquella deforestación, la erosión del suelo expuesto iría colmatando la cuenca de un río que hasta entonces había supuesto la protección y vida de la ciudad provocando en los siglos XVI y XVII varias inundaciones que devinieron en epidemias y hambruna para sus pobladores. Prueba de ello son las citas de Fray Antonio Agustín Milla en Historia eclesiástica y secular de la ciudad de Málaga que, gracias al estupendo trabajo de Manuel Muñoz Martín incluido en la revista Jábega he podido conocer:

Por los años 1434-35 parece ser que el régimen de lluvias de toda España debió ser de tal intensidad que según crónicas de la época , comenzaron en finales del mes de octubre del primero de los años citados y se prolongaron ininterrumpidamente hasta casi la primera del siguiente, ocasionando inundaciones y daños en varias ciudades excepto en Málaga, pues a pesar de las grandes avenidas de nuestro Río, no se produjeron las catástrofes que más adelante ocasionaría “gracias a la entereza” que tenían sus muros y a la mucha madre y hondo que tenía el río y la caja que o guardaba”.

Tres años después de la conquista de nuestra ciudad por los Reyes Católicos, el Río conservaba su madre, sus aguas eran permanentes y de ellas se surtía el pueblo para sus necesidades, tal como lo acredita el acuerdo que en 1490 tomaran los primeros regidores de su Cabildo, a fin de que “ningún ganado enturbiase las aguas del Guadalmedina porque usando de ellas los vecinos, es justo que estén puras”.

La hidrografía de la cuenca del Guadalmedina quedaría modificada de forma radical por la construcción de la presa del Limonero(1) a principios de la década de los ochenta del pasado siglo. A las intenciones de preservar la ciudad de avenidas como la catastrófica de 1907 se sumaron las de obtener un aprovisionamiento de agua potable para la ciudad, así que desde entonces Guadalmedina queda aprisionado sin que se mantenga ni tan siquiera el cauce ecológico, el mínimo que debería respetarse para mantener los ecosistemas fluviales con vida (esto, al menos, según la ley). Que su caudal varíe estacionalmente, e incluso entre diversos años, es algo natural si tenemos en cuenta que la cuenca se encuentra inscrita dentro de la variabilidad que impone el régimen de lluvias del clima mediterráneo. Sin embargo, de ahí a convertirla en una invitación al vertido de escombros, a convertir al río de arteria principal de la ciudad en una “cicatriz divisora”, va un trecho. Que sea esta la visión que parezca desear el consistorio de una ciudad (que, recordemos, se quería convertir en Capital Europea de la Cultura) que impere entre sus ciudadanos me resulta sencillamente aterrador.

La premura que imponen las próximas elecciones parece dotar de alas a la clase política, que acoge con todo tipo de parabienes una noticia como esta. Sepultar al río bajo hormigón y asfalto ofrece sin duda unos jugosos dividendos electorales y unas apetitosas licencias de obra, pero contraviene, no lo olviden nuestros gobernantes, la Directiva Marco del Agua. Los ríos europeos deberían volver a naturalizarse para 2015, llevándolos al estado más próximo al originario que sea posible. Lo más terrible, además, es que una buena parte de la ciudadanía vea con buenos ojos el soterramiento del río sin apreciar sus valores históricos, culturales y ecológicos. Parece así que va a ser cierta aquella máxima que afirma que tenemos los gobernantes que nos merecemos…

Personalmente, este pequeño recorrido por la historia del río y la ciudad me ha permitido corroborar algunos aspectos que me constaban sobre la relación entre ambos y, además, aprender mucho sobre ellos. En cualquier caso, de ningún modo me ha parecido apreciar que el Guadalmedina no sea un río sino un cauce seco seco y feo, ni que se ensucie sin más o que divida y no aporte nada a la ciudad. La belleza, señor alcalde, está en los ojos del que mira, la ciudad está donde está por el río, y en buena parte gracias a él prosperó, con lo que su aporte al enriquecimiento (económico, social y cultural) a la urbe creo que está más que demostrado. Tal vez más que los de muchos de quienes lo ensucian con basuras o palabras.

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1. Una curiosidad que he conocido sobre el Embalse del Limonero es que en las tierras que actualmente cubre no existían plantaciones de cítricos como sería lógico deducir de su nombre, como ocurre por ejemplo en el valle de otro de los ríos de la ciudad, el Guadalhorce, sino que su verdadero nombre era “Pantano del Limosnero”, por haber sido las tierras anegadas propiedad del “limosnero” del obispado, el administrador de las tierras que se extendían hasta el valle de Antequera. Sin embargo, una errata presente en el cartel que situó la Administración en las obras del pantano y que no fue subsanada llevó a que para los malagueños aquel fuese desde entonces su nombre.

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